por Maheśvari Ishaya
La devoción, para un Ishaya, no es un concepto abstracto ni un sentimiento que aparece y desaparece según las circunstancias. Es un estado vivo de entrega consciente, una orientación interna hacia lo más verdadero y permanente que existe en nosotros: la paz que no cambia, la quietud que sostiene todo, el amor que no necesita condiciones para ser. Es una elección deliberada, renovada instante a instante, de recordar quiénes somos y vivir desde ese recuerdo.
En este camino, no levantamos un altar externo que debamos mantener encendido, porque el altar está dentro. La devoción no se dirige a una figura lejana, ni depende de un ritual o de un lugar específico. Es un diálogo íntimo con el Ser, con esa presencia silenciosa que ha estado en nosotros siempre, incluso en los momentos en los que creímos estar completamente solos.

La devoción es como un hilo que atraviesa cada experiencia y nos recuerda que todo, absolutamente todo, puede convertirse en un portal hacia lo eterno.
La mente humana es como un río en constante movimiento. Sus aguas están formadas por pensamientos, recuerdos, emociones, expectativas, planes, juicios… A veces el cauce es tranquilo; otras, turbulento. Sin devoción, podemos pasar la vida entera arrastrados por esa corriente sin darnos cuenta de que existe otra opción.
Con devoción, aprendemos a sentarnos en la orilla y observar el fluir del agua. No necesitamos detener el río; basta con reconocer que no somos parte de la corriente, sino el espacio en el que el río fluye. La práctica de la Ascensión es como una piedra firme en medio de ese río. Cuando la mente se agita, nos brinda un punto estable al que podemos regresar.

Al principio, quizá nos cueste permanecer ahí: el hábito de dejarnos llevar por el agua es fuerte. Pero, con constancia, descubrimos que la piedra es más real que la corriente misma. Y que, al sentarnos ahí, la vista se amplía, la respiración se calma y la vida entera se vuelve más clara.
Devoción – La Puerta A La Simplicidad
La devoción no siempre se expresa en grandes gestos; muchas veces vive en lo sencillo: usar las técnicas de ascensión, todos los días, incluso cuando parece que no hay tiempo; elegir regresar al momento presente aunque la mente esté tentada a vagar; abrirse a lo que es, sin exigir que sea distinto; escuchar a otro con total presencia, sin preparar una respuesta mientras habla; servir desde la paz, sin buscar reconocimiento ni recompensa.

Son actos que podrían parecer pequeños, pero la devoción convierte lo cotidiano en sagrado. Lavar los platos, responder un mensaje, caminar por la calle: todo se vuelve parte de la práctica cuando la devoción impregna nuestra atención.
La pasión y la devoción pueden confundirse, pero no son lo mismo. La pasión es un fuego intenso que necesita combustible: emoción, inspiración, deseo de lograr algo. Puede encenderse con facilidad, pero también puede apagarse en cuanto el combustible se agota. La devoción, en cambio, es como el calor del sol: constante, silencioso, independiente de las nubes. Incluso en días oscuros, sigue ahí.
La pasión puede ser útil para iniciar un camino; es la chispa que nos mueve a probar algo nuevo. Pero es la devoción la que nos sostiene cuando la chispa se convierte en brasas. La devoción no depende de estar “de humor” para practicar; es la decisión de practicar incluso cuando no apetece, precisamente porque se comprende su valor.
En ocasiones, la devoción implica soltar viejos hábitos, creencias o prioridades. Para la mente, esto puede parecer un sacrificio. Pero, desde la perspectiva del Ser, no se pierde nada real. Lo que se suelta no es más que peso innecesario que entorpecía el camino.

La devoción no exige renunciar al mundo, sino a la ilusión de que necesitamos aferrarnos a todo para estar a salvo. En la práctica, esto puede significar dejar de alimentar pensamientos negativos, reducir el tiempo que dedicamos a distracciones o elegir relaciones que nos nutran en lugar de las que nos desgastan. Al principio, puede sentirse como una pérdida; con el tiempo, se revela como un acto de amor hacia uno mismo.
La Devoción Nace Del Amor
Recuerdo que un estudiante me preguntó un día: “¿Y si un día no tengo ganas de practicar?”. Le respondí: “Ese es el día más importante para hacerlo”. La devoción no se mide en los días fáciles, cuando la mente está tranquila y el corazón abierto. Se mide en esos días grises, cuando todo parece un esfuerzo y la práctica no ofrece resultados inmediatos. Es ahí donde la devoción muestra su verdadero rostro: como la determinación silenciosa de mantenerse fiel al camino, aunque el paisaje no sea el más inspirador.
La devoción auténtica nace del amor. No del amor condicionado que dice “te amo si…”, sino de un amor que ve lo divino en todo y en todos. Un amor que reconoce que cada momento es una oportunidad de recordar. Cuando la devoción se enraíza en este amor, ya no es un esfuerzo: es una forma natural de estar en el mundo. En este punto, la práctica deja de ser una tarea que “hacemos” para conectarnos con la paz y se convierte en el modo mismo de vivir: vivimos desde la paz. La devoción ya no tiene objeto específico, porque se vuelve la expresión continua de nuestra verdadera naturaleza.

Cuando la devoción madura, todo en la vida se alinea con ella. Las acciones, las decisiones, incluso las palabras que elegimos surgen desde un centro estable. No significa que no haya retos o dificultades; significa que nuestra respuesta a ellos está impregnada de presencia. En este estado, no hay separación entre la práctica y la vida. Cocinar, trabajar, conversar, conducir, todo es parte de la misma corriente de conciencia. Y, curiosamente, es aquí donde desaparece la sensación de esfuerzo. La devoción deja de ser algo que se mantiene con disciplina y se convierte en la corriente natural de la existencia.
Podría decirse que la devoción es como cuidar un fuego en la montaña. Al principio, hay que protegerlo del viento, añadir leña y vigilar que no se apague. Con el tiempo, el fuego se vuelve estable, capaz de mantenerse a pesar del viento y el frío. Llega un momento en que el calor ya no solo te abriga a ti: sino que también les sirve a otros.
Otra imagen es la de un jardín. La devoción es la mano que siembra, riega y cuida, incluso cuando no se ven flores. Sabe que la vida crece bajo la superficie, invisible pero poderosa. Y cuando las flores aparecen, la devoción no deja de cuidar; entiende que el jardín es un ser vivo que necesita atención constante.
Servicio – El Fruto De La Devoción
En la tradición de los Ishayas, la devoción se expresa también a través del servicio. No como un deber moral, sino como un acto natural de compartir lo que hemos descubierto. Servir no significa imponer, sino ofrecer un espacio en el que otros puedan recordar por sí mismos su propia paz. Puede ser algo tan sencillo como escuchar sin interrumpir, ayudar sin esperar nada a cambio o simplemente estar presente para alguien en silencio. La devoción al Ser inevitablemente se traduce en devoción a la vida en todas sus formas.
La devoción, sin la claridad interna y el discernimiento que aporta la experiencia directa, puede distorsionarse. Si se confunde con apego, idolatría o rigidez, puede degenerar en fanatismo, dependencia o manipulación. Incluso en contextos espirituales, puede usarse como excusa para evitar la responsabilidad personal, delegando la autoridad a personas o estructuras externas. Por eso, en la Ascensión de los Ishayas, la devoción siempre se orienta hacia lo que es eterno y no cambia, nunca hacia algo que pueda perderse o corromperse. La devoción verdadera libera; nunca encadena.

La devoción en la Ascensión de los Ishayas es una fuerza silenciosa y constante que sostiene el despertar de la conciencia. No busca reconocimiento ni requiere condiciones especiales: se vive en cada respiración, en cada paso, en cada instante que elegimos regresar al Ser.
Es más que un compromiso con una práctica: es la forma de vivir desde la verdad, permitiendo que la paz y el amor que somos se expresen plenamente. Y, cuando la devoción se vuelve nuestra forma natural de existir, descubrimos que no hay meta que alcanzar: la meta era, siempre, este momento.
