Una Vida Medida En Momentos: No Pospongas Tu Paz

Por Maharishi Krishnananda Ishaya

El ser humano promedio pasa algo menos de ochenta años en la Tierra. Para la mente, eso suena generoso: una larga historia llena de capítulos aún por escribir. Pero si lo miramos más de cerca, esos años se disuelven en fragmentos: veintiséis de ellos durmiendo, siete más luchando por conciliar el sueño, trece trabajando, once mirando fijamente pantallas brillantes. Incluso comer, ese antiguo ritual de sustento y placer, se lleva silenciosamente cuatro y medio.

Cuando restamos todo lo que se requiere simplemente para mantener el cuerpo o cumplir con las exigencias de la sociedad, ¿qué queda? Tal vez, un puñado de años, que podrían llamarse verdaderamente nuestros. Las horas de asombro, de risas, de conversaciones profundas y de reflexión tranquila: éstas son las monedas raras de la conciencia en medio de la moneda corriente de los hábitos.

Y, sin embargo, para la mente despierta, esta aritmética no deprime, sino que aclara. Porque la vida no se mide por su duración, sino por la profundidad de la conciencia que hay en ella. Un solo minuto vivido con plena presencia pesa más que un año de sonambulismo rutinario. La tragedia no es que durmamos, trabajemos o comamos, ya que estos son actos sagrados cuando se realizan de forma consciente. La tragedia es que rara vez los habitamos.

El tiempo no es nuestro enemigo, sino nuestro espejo. Nos muestra lo que valoramos, lo que repetimos y lo que posponemos. Quizás la verdadera tarea no sea escapar de lo ordinario, sino infundirlo de presencia, despertar en esos veintiséis años de sueño, esos trece años de trabajo, esos once años de distracción.

Entonces la vida deja de ser una cuenta regresiva y se convierte en un desarrollo continuo, no de años, sino de conciencia.

No Pospongas Tu Paz

Pasamos nuestras vidas esperando: el momento adecuado, la persona adecuada, las condiciones adecuadas. Imaginamos la paz como algo que hay que ganarse, alcanzar o encontrar por casualidad una vez que el caos disminuya. Pero la verdad es mucho más simple y sorprendente: la paz no es un acontecimiento futuro, es un reconocimiento presente.

La mente crece con el aplazamiento. Dice: «Descansaré cuando las cosas se calmen», pero es precisamente el movimiento del pensamiento lo que mantiene las aguas agitadas. La paz no llega después de la tormenta, sino que se descubre en el ojo de la misma, el punto quieto que no se ve afectado por los vientos de las circunstancias.

Si lo miras de cerca, verás que el aplazamiento es un hábito del miedo, el miedo a que si dejamos de esforzarnos, la vida se derrumbe. Pero la vida no necesita nuestra tensión para continuar. La respiración fluye, el corazón late, la tierra gira, todo ello sin nuestro esfuerzo ansioso.

No posponer la paz es dejar de insistir en que algo debe cambiar antes de que podamos ser completos. Es permitir que este momento —imperfecto, incompleto y maravillosamente vivo— sea suficiente.

La invitación no es para añadir nada nuevo, sino para eliminar el retraso. Justo aquí, antes del siguiente pensamiento, la paz espera, no como una recompensa, sino como tu estado natural.

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